El Segundo Viaje


12h2

La perfección no se halla en exhibir poderes milagrosos, sino en sentarse con los demás, comprar y vender; casarse y tener hijos; y, no obstante, no abandonar la presencia de Dios ni por un segundo.
Imán Rabbani, citando a Sayyid Al-Kharraz
El milagro no es andar sobre las aguas. El milagro es andar sobre la tierra.
Thich Nhat Hanh
La materia es tan vasta que no podemos esperar otra cosa que permanecer en la proa, señalando el paisaje lejano, y aún así los colores cambian: pasión y celibato, Dios, Diosas, angustias, éxtasis, gozo, soledad, el Segundo Viaje de nuestras vidas. Es un hecho que todo cambia, incluyendo nuestras propias narraciones. El pasado ondula tras nosotros en una revisión continua, y nos damos cuenta de que no hay una única verdad, sino una constante evolución del sentimiento de quienes somos. Tras mi divorcio nunca pensé que permanecería soltera durante mucho tiempo. Según la historia que me contaban de muchacha, una mujer de éxito es una mujer casada. La princesa se casa con el príncipe y viven felices para siempre. No se me ocurrió que hubiera otro tipo de cuentos, o que más adelante me enamoraría de otros hombres. Por tal motivo, cuando vivía en mi estado de bienaventuranza (desde el éxtasis vivido en Machu Picchu), no pensé que la vida seguiría desenvolviéndose, llena de pérdidas y quebrantos; que me despertaría por las mañanas con la almohada mojada por las lágrimas derramadas durante la noche.
Esquilo escribió una terrible frase en La Orestíada: “Incluso durante el sueño, el dolor que no hemos podido olvidar cae, gota a gota, sobre nuestro corazón, y para nuestra desesperación, y en contra de nuestra voluntad, nos llega la sabiduría mediante el don terrible de Dios”. La peregrinación espiritual se halla marcada por los sufrimientos. De algún modo, pensé (equivocadamente) que si sufría, seguramente la falta sería mía, que debería haber hecho algo equivocado. Pero la vida –el amor, nuestros sueños- anida en el dolor, y cuando estamos vivos se producen momentos en los que herimos. No se me ocurrió que Dios pudiera utilizar el amor ilícito para sanar. Tampoco pretendo entender nada de esto. He cursado un programa de trabajo de doce puntos, y encontré en esas reuniones más espiritualidad, amor y ternura que en muchas iglesias. Pero ¿qué sé yo? Hoy en día el más pequeño de los niños puede decirme y enseñarme lo que ya olvidé o lo que jamás llegué a saber.
Qué inmenso es el amor, cuán convulsionado y caótico. Todo este tema del amor espiritual y del amor sexual me preocupaba. Los dos se hallan tan inextricablemente entremezclados que llegué a escribir una novela, Revelations, intentando llegar a la raíz de esta conjunción entre el amor espiritual y el sexual, de este hecho de que cuando amas espiritualmente no puedes dejar de amar físicamente (esto no funciona al revés; el amor sexual no nos lleva al espiritual). Bien, las leyes de Dios no son las del hombre. Dios se nos acerca de mil maneras diferentes, adaptándolas perfectamente a cada persona. A medida que con el tiempo voy sabiendo más, puedo confortarme con el conocimiento de que los asuntos del amor también son los asuntos de Dios.
Los sabios de la antigua India, auténticos gigantes espirituales, sabían mucho del amor. Fue un sacerdote asceta y célibe, Vatsyayana, el que escribió el Kama Sutra, un manual amoroso que se sigue leyendo en nuestros días. Se ha hecho más famoso como tratado erótico que por su contenido filosófico; pero los sabios afirman que hay cinco grados de amor, mediante los cuales el devoto puede crecer en el servicio y en el conocimiento de su Dios; y el más elevado es el amor apasionado, el ilícito e inalcanzable. Joseph Campbell escribió sobre esto en Myths to Live By: “La dimensión del amor apasionado puede ser… solamente ilícita, al romper el orden de la propia vida, en virtud de su devastadora tormenta”. Seguramente esto fue lo que me sucedió. Plutarco llama al amor “frenesí”, y dice que “aquellos que están enamorados deben ser tratados como si estuvieran enfermos”. Los indios americanos nativos también consideran el amor como una locura, un cierto tipo de enfermedad. Es como un martillo. Nos tritura. Rompe los cerrojos de nuestro corazón, abriéndonos al gozo y también al autodescubrimiento.
Andrew Greeley informa que, con mucho, la mayoría de los encuestados en su prueba afirmaron que el detonante de su experiencia mística había sido la oración, la música, la reflexión callada o la observación de las bellezas de la naturaleza, pero que para un 18% el detonante había sido la relación sexual. Por lo demás, existe una amplia tradición de que el amor sexual se transforma en un amor sagrado y místico. En 1201 encontramos al santo sufí Muyd ad-Din ibn al-Arabi sumido en oración mientras circunvala la sagrada Kaaba de La Meca; levanta entonces los ojos y queda cegado por la visión de la joven Nizam. La vio rodeada por un aura celestial y en un segundo la reconoció como Sofía, la encarnación de la Sabiduría Divina. Más aún, al-Arabi comprendió que todas las mujeres representan esta poderosa encarnación, ya que logran despertar el amor en los hombres, y el amor siempre lleva de modo directo a Dios. “No podemos ver a Dios en sí mismo, pero podemos verlo de la forma en que ha escogido para revelársenos, en (aquellas) que inspiran amor en nuestros corazones”.
Por aquel entonces, muchos buscadores, incluyendo monjes cristianos (algunos de ellos seguramente aterrorizados por sus propias pasiones y por las mujeres que las desencadenaban) buscaban el amor de Dios mediante la vieja senda de la austeridad y castidad, acallándose a sí mismos. Pero en 1274 Dante Alighieri vio a la joven Beatriz en el Ponte Vecchio y sintió que su espíritu temblaba ante su belleza de tal modo que exclamó: “He aquí que un dios más poderoso que yo ha venido a gobernarme”. Es Beatriz, en la Divina Comedia, la que conduce su alma hacia Dios, pues ella “expande una luz que hace sonreír a los ángeles”.
Parece como si se pudiera hallar a Dios tanto en la unión sexual e ilícita como en los votos de castidad. Creo que no existe espacio en el que Dios no esté, misterioso e invisible, silencioso como el aliento del viento. ¿Por qué no habríamos de ver a Dios en aquellos a quienes amamos? Todas las madres ven la divinidad en el hijo que amamantan. Nuestro amor es en sí mismo una expresión del Origen. Pero ¿qué puedo saber yo? Todo lo que puedo hacer es describir lo que he visto en este viaje misterioso; el fondo sagrado de todas las cosas. Algunas veces pienso en Dios (esta palabra aterradora), en el Origen, como un Lago de Fuego amoroso. Es inmenso, más grande que la cúpula del cielo nocturno. Es un lago que esparce llamas y brasas, como ese leño que arde en la chimenea, chispas azules, rojas y naranjas. Las lenguas llameantes saltan, lo lamen todo, se encrespan y agotan. ¿Quién se atrevería a decir que las partes anaranjadas son fuego y las azules no? Fuera del lago nacen todas las formas vivientes: un ángel creado, que testifica y se va; un perro, un caballo, un árbol, un anciano y un niño, nacimientos y muertes, creación y disolución, las orillas y el fondo del océano, Cristo y Krishna, volcanes y terremotos, una ausencia y una plenitud, santos y demonios. Todos están compuestos del fuego del amor. Dios tomando formas. Y Dios flamea también en las formas más personales, privadas e íntimas, puesto que este Lago es también el Padre o la Madre amorosos, la esposa o el marido, que saben cuándo se caen las plumas del más pequeño de los gorriones.
O bien Dios es como un océano. El agua de la parte más profunda es negra y fría, recorrida por corrientes sumergidas, mientras que en la superficie las olas brillan de luz, se envuelven en espuma y forman mareas. Sin embargo, todo es agua. Y si la divide en gotitas más y más pequeñas, cada una seguirá compuesta de agua, aunque esa gotita sea tan diminuta que necesite un microscopio para verla. Y si toma una de esas gotas y la coloca junto a otra, ambas forman una gota más grande y se unen a la siguiente, hasta que usted ya no distingue una gota de otra, ni reconoce cuál de ellas fue la primera. Han ido creciendo hasta formar un charco, un estanque, un lago. Todo es agua, y usted ya no puede encontrar un espacio en esa extensión que ya no sea agua, ni un lugar entre las gotas que formaron el charco, el lago o el mar. Todo es pura agua del océano del santo amor de Dios.
Pero incluso utilizando estas metáforas del océano o del fuego no se logra hacer justicia a esa Luz. Es poner límites a lo ilimitado e innombrable. En cierto sentido, incluso el hablar de una senda es algo equivocado, pues mientras vivimos nos hallamos en el camino: no podemos apartarnos de él. En esto consiste la broma cósmica. La cuestión es solamente si nos damos cuenta de que estamos caminando. Jan van Ruysbroeck escribió que cuando el amor nos lleva a Dios, ya no existe separación entre Dios y nosotros. En la Oscuridad Divina somos transformados y penetrados, como el aire es penetrado por el sol.
“Un temblor recorre nuestros miembros”, escribió el filósofo y místico judío Abraham Heschel, “nuestros nervios se tensan como cuerdas, todo nuestro ser se estremece. Pero entonces surge un grito del fondo de nuestro corazón, que llena el mundo a nuestro alrededor, como si de repente se hubiese movido una montaña frente a nosotros. Es una sola palabra: DIOS… no podemos comprenderla. Solamente sabemos que significa infinitamente más de lo que somos capaces de repetir.”
Todos los maestros espirituales están de acuerdo en que el valor de una experiencia mística no depende de la violencia del suceso sino de los frutos que produce; y que se demuestra si esos frutos se adecúan a las Escrituras y a las enseñanzas de los maestros. No obstante, Dios es también trastornador y violento. “No vine con la paz, sino con la espada”, dijo Cristo, al violar la doctrina establecida, “a poner al hijo contra su padre, a la hija contra su madre y a la nuera contra su suegra”, y con ello encolerizó tanto a los religiosos judíos de su tiempo que, furiosos, se propusieron acabar con él. Sucede una y otra vez. Sri Ramakrishna, un santo hindú del siglo pasado, era sacerdote de un templo de Kali, la Madre Divina. Un día las autoridades descubrieron aterrorizadas que había permitido que un gato se comiera las ofrendas sagradas de alimentos y leche, colocadas ante el altar de la diosa. Él se defendió: “La Madre Divina me reveló que… ella se había convertido en todo… que todo se encontraba henchido de conciencia. La imagen era conciencia, el altar era conciencia, los umbrales eran conciencia… Me di cuenta que todo en la estancia se hallaba empapado de bendición, la bendición de Dios… Por eso alimenté al gato con la comida que había ofrecido a la Madre Divina. Percibí claramente que todo era la Madre Divina, incluso el gato.”
Ramakrishna, anegado de Amor, viendo sólo con los ojos del Amor, vio incluso la oscuridad como luz y amor. Eso fue lo que me devolvió a mi amigo inglés, que no sólo había roto mi caparazón sino que me había señalado el Camino. Frost lo denominó el camino menos transitado, aunque sea una senda bastante conocida. Te lleva, paso a paso, al reconocimiento de lo que realmente eres y del trabajo que se supone debes hacer incluso si dicho trabajo se opone a lo que la sociedad y las voces paternas dicen que es correcto. “No ser otro que uno mismo”, escribió E.E. Cummings, “en un mundo en el que se vive constantemente el ser como los demás, significa sostener la batalla más dura que ningún ser humano haya sostenido, y sin dejar de luchar jamás.” Es una cruzada; es un peregrinaje espiritual. Se denomina el Segundo Viaje.
El Diccionario de la espiritualidad cristiana define el Segundo Viaje como un período singular en la vida de una persona, cuando en ésta se marca una nueva dirección. El Segundo Viaje no debe ser confundido con la crisis de la mitad de la vida, aunque a menudo coincide con ese período y frecuentemente surge de esa crisis. La crisis de la mitad de la vida se muestra generalmente como esa temible etapa en que se ven perdidos la juventud con sus viejos sueños: uno se divorcia y se casa con una mujer tan joven que podría ser su hija; o se compra una moto, o se abandona al marido, se hace un arreglo de cara, se compra un nuevo guardarropa, un nuevo trabajo, quizá un amante más joven.
El Segundo Viaje llega como una llamada para concluir un tipo de vida e iniciar otro nuevo. No tiene por qué coincidir necesariamente con la conversión, pero –al igual que en la conversión- usted experimenta la angustia de la soledad y de la dislocación más extrema, la separación de todo cuanto había constituido hasta entonces sus raíces. Es común entre los escritores, los artistas y los músicos. Joseph Conrad la sufrió, y R. Kipling, L. Tolstoi, Thomas Hardy y John Bunyan. Se ve fácilmente el cambio agudo que experimentaron sus obras. Este viaje queda perfectamente ejemplificado por el de Eneas en la Odisea; y, en la vida real, por Dante, Ignacio de Loyola y John Wesley. El catalizador puede adquirir la forma del exilio, la enfermedad, una importante decepción, la desesperación producida por un tipo de adicción o, simplemente el aburrimiento. Incluye la búsqueda de nuevos significados, de valores más frescos.
En el Segundo Viaje usted cambia su carrera, empezando una nueva vida o, quizá continúa con su trabajo de forma diferente, hacia un canto de sirenas interior. El monje o la monja abandonan su orden y se vuelven al mundo. Un afortunado hombre de negocios puede vender su empresa y dedicarse a arreglar muebles, a conducir locomotoras, estudiar en un noviciado o irse al Nepal. Hay otra palabra griega para esta crisis, metanoia, que denota una etapa de cambio, cuando se modifica por completo el curso de la vida y cuando por mucho que usted se ponga firme al timón sigue sintiéndose perdido, a la deriva, sin saber adónde se dirige, pero incapaz de continuar del modo anterior.
Susan Howatch, autora de dieciséis obras, incluyendo las seis deliciosas novelas Starbridge, habla de su suave experiencia mística surgida a mediados de los años 1980. La suya no comenzó como una revelación cataclísmica, como la mía, sino como “una corriente, como una búsqueda a ciegas de un nuevo inicio y de una existencia más auténtica.” Era una novelista de éxito, que se encontraba en sus cuarenta y tantos años y vivía en Inglaterra. Su trabajo había llegado a un definitivo final. Sintió que ya no se le permitía moverse. ¿Cuál era el objetivo de sus novelas?, se preguntaba. ¿Hacer ricos a sus editores? Su conversión empezó de forma consciente, dice, en 1983, cuando se mudó a Salisbury, a un apartamento situado a la sombra de la magnífica catedral medieval de esa ciudad. Pero el cambio ya había empezado, de forma inconsciente, mucho antes. En aquella época era agnóstica, estaba divorciada y vivía sola. Escogiendo las mismas palabras que yo utilicé para mí, ella añadía: “Me sentí desgarrada de todo lo que era importante”.
¿Requiere este Segundo Viaje este tipo de abatimiento? “La catedral me circundaba”, dice. Hoy se da cuenta de cómo empezó, muy cautelosamente, primero a rodear el perímetro del edificio, después a ir acercándose más a él, haciendo círculos cada vez más cerrados, moviéndose de forma inexorable y simbólica hacia el centro de su fe cristiana. En el colegio había estudiado religión; creía en Dios, pero ese concepto se le hacía lejano. En otras palabras, tenía un pasado cristiano pero no era practicante. En 1989 se convirtió en una asistente regular a los servicios religiosos, aunque esta práctica de lo eclesiástico se le hizo dura al principio. “Para un místico es muy importante tener una estructura que lo mantenga en orden; es una disciplina, algo como el jogging”. Tuvo un director espiritual, “un tío viejo, un religioso”, que tenía ochenta y tantos años, con el cual se carteaba en largas epístolas. Poco a poco, su despertar espiritual fue tomando forma. Es difícil percibir cómo trabaja la llamada de Dios. Usted puede ser un completo fracaso en el plano mundano, y sin embargo triunfar espiritualmente, o tal vez tenga éxito en sus asuntos pero carezca de comprensión espiritual. Susan, paseando una y otra vez alrededor de la catedral, se dio cuenta de que “Dios me estaba apartando de la infelicidad para llevarme hacia otra cosa”. Al principio no lo reconocía como Dios. No consideraba a Dios como el Padre personal, sino como una fuerza abstracta, como “el solar del Ser” de Paul Tillich. Sólo sabía que a fin de escribir la serie de novelas que empezaba a interesarle, tenía que empezar a estudiar la historia de la Iglesia, el cristianismo, los aspectos formales de la vida espiritual, hasta que ella misma se convirtiese en una buena pesca. Un día de 1994 se encontró dando una conferencia en el centro de aquella “radiante y esplendorosa” catedral que veía desde su apartamento. Se quedó de pie en el cruce de la nave principal con el transepto, en el centro del símbolo de Cristo; y se maravilló de encontrarse allí, repescada por Dios de manera tan gradual que apenas se había dado cuenta de lo que le estaba sucediendo.
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Completamente diferente fue el Segundo Viaje para Jane Mc Donald de Gloucester, Massachusetts, cuya jornada estuvo precedida aparatosamente por un choque desconcertante. Por entonces acababa de cumplir los cincuenta y se había divorciado recientemente. Se sentía dolida y malhumorada, y se entregaba a hacer viajes cruzando el país. Voló por todo el mundo, durante un tiempo vivió en París. Finalmente, se quedó en Massachusetts, cerca de una de sus hijas. Una mañana de mayo, justo al levantarse, escuchó una voz: “Debes cambiar la dirección de tu vida”. No sabía qué podía hacer; y no hizo nada. Cinco meses más tarde, quedó envuelta en el éxtasis. Serían las doce y media o la una del mediodía. Se encontraba paseando mientras esperaba a su hija, admirando la belleza de los colores de octubre, los rojos y naranjas. Levantó la cabeza para ver la copa de un árbol especialmente hermoso, cuando “Me sentí rodeada por un Amor infinito. Todo cuanto miraba, todo estaba conectado. Mi corazón dio un respingo y se abrió; lo pude sentir. Se caldeaba. Ahora puedo amar a Lynn, creo, mi hija mayor, que me ha dado muchos problemas”. Dominada por el rapto, sólo pudo llorar. Su hija se le acercó: “¿Qué te pasa, mamá?” Ella permaneció en aquel estado de éxtasis durante dos horas, y lentamente fue regresando a la normalidad; pero desde aquel momento quedó transformada.
En donde antes se había mostrado recelosa y desconfiada, Jane era ahora “radiante”, como no dudaban en calificarla los extraños. Abrió una galería de arte, empezó a hacer teatro para la comunidad, y su personalidad se hizo tan vital que atraía a los amigos y causaba elogios. “Su presencia iluminaba toda la escena”, decían. ¡Qué diferente de la mujer triste, desconfiada e insegura que había sido antes! De este modo empezó su Segundo Viaje hacia su centro espiritual. O tal vez lo había empezado antes, en aquella época de desazón anterior al éxtasis, ¡quién sabe! El catalizador siempre es algo que se produce para romper el tono uniforme de la propia vida. A menudo un viaje exterior simboliza el movimiento interior del alma.
No sabemos si los rabinos, sacerdotes y ministros necesitan de un Segundo Viaje. Después de todo, ya están vinculados a una Iglesia, y siguen conscientemente una senda espiritual. Sin embargo, muchos de ellos se sienten espiritualmente desconsolados. Mi amiga y directora espiritual, una antigua canóniga de la catedral nacional de Washington, admite que cuando vivió su experiencia extática, en una tierra lejana, no se encontraba espiritualmente preparada. Ella conocía el testimonio y los relatos de otras personas, extraídas de los libros, pero carecía de compañeros con los que pudiera hablar. Se sentía perdida en el tiempo y el espacio, sin puntos de referencia. Carecía de apoyo, dice, porque nadie podía proporcionarme una comprensión real sin haber tenido previamente su propia experiencia. Por aquella época no tenía ni idea de cómo habría de desenvolverse con lo que le sucedería posteriormente.
Incluso aquellos que se encuentran en las posiciones más encumbradas de la Iglesia se sienten, por momentos, perdidos espiritualmente y frágiles. El muy Reverendo Edmond L. Browning es obispo presidente de la Iglesia episcopaliana de los Estados Unidos. Su cargo equivale al de cardenal en la Iglesia Católica. El obispo Browning es un hombre sencillo y modesto, de mirada cálida y sonrisa abierta. Amablemente accede a una entrevista, compartiendo de forma cándida su propia búsqueda espiritual. Su Segundo Viaje empezó hace solamente pocos años, y no empezó con éxtasis o a través de una larga y sosegada conversión, dado que él ya poseía una fe sólida. El camino se le abrió a través del umbral del decaimiento y la amargura.
Él ya había tenido experiencias anteriores. Tuvo un sueño, por ejemplo, diez años antes, cuando supo que iba a ser elegido obispo. Browning era el mayor de tres hermanos de una familia de alcohólicos, con todo lo que eso conlleva de desarreglos y abandono. Su padre murió de cirrosis hepática. Pero ahora Browning iba a ser elevado al rango más elevado de su Iglesia. “En mi sueño mi padre se me acercaba; su presencia allí era muy clara. “Estoy bien”, me dijo, “estoy completo”. Di a tu madre que me guarde un asiento a su lado, porque quiero estar presente en tu ordenación.” El que su padre fallecido se le hubiese aparecido en sueños representaba mucho para aquel hombre sencillo. Que el espíritu curado de su padre se sintiese orgulloso de su ordenación lo llenaba de gozo. Nunca había dudado de que su padre lo observase. “Creo que Dios puede llegar de toda clase de modos”, dice, “y que todos tenemos un lugar en la Mesa.”
El sueño constituyó una sanación, pero su Segundo Viaje no comenzó hasta diez años más tarde, cuando Browning vivió lo que él califica como el año más duro de su ministerio. Aquel año el tesorero de la iglesia hizo un desfalco de más de 2 millones, un obispo se suicidó, y él tuvo que presidir un juicio en el que otro obispo estaba acusado de herejía. “Aquello me hirió realmente; me sentía casi paralizado. La gente pedía mi dimisión”. Por primera vez en su vida buscó un director espiritual, un monje episcopaliano de la Sociedad de San Juan Evangelista de Boston. “Aquel hombre hizo por mí más que nadie, en el plano de hacerme ver quién era yo, y de afirmarme en mi puesto en el viaje espiritual, equilibrando mis necesidades entre el mundo de lo espiritual y de lo físico. Yo me senté y lloré con este hombre durante horas.”
¿Consideraremos esta dirección espiritual como una experiencia mística? El obispo Browning cree que nunca tuvo nada como aquello. “Ese hombre es una persona muy amable, muy versado en las Escrituras. Tiene una forma de ser afirmativa y tierna, que constituye la marca del que es rico espiritualmente.” ¿Qué sucedió en esas sesiones? Primero leyeron un salmo o un pasaje de las Escrituras, juntos reflexionaron sobre eso. Después hablaron sobre cómo se encontraba Browning aquel día, en el plano espiritual y en el emocional. Por último, se le pusieron ciertas tareas. “Ahora sigo muy seriamente las instrucciones dadas por mi director espiritual”, dice. ¿Cómo cuáles? “Ser positivo todos los días. Ese es el don de Dios. Trabajar ese día en el conocimiento positivo, un conocimiento que seguramente tendrá obstáculos en su camino. Segundo, hacer algo por mí cada día, tomarme un café, dar un paseo, tomarme un fin de semana, leer un buen libro, dedicar más tiempo a la oración. Debe ser algo creativo, alegre, renovador. Me hizo escribir, perdóneme el lenguaje, una lista de basuras. Nunca había hecho nada así. Tuve que enumerar todas las personas que me habían causado problemas. Entonces recé a Dios por ellas, diciéndole lo que sentía por esas personas. Pero las dejé así. No dije a Dios qué había que hacer al respecto. Mi director espiritual me había establecido un programa diario para la oración y la lectura; por la mañana antes de empezar a trabajar, y ocasionalmente una oración nocturna.” ¿Y de qué se ha dado cuenta con todo esto? “Pues comprendes lo dependiente que eres de la gracia de Dios. Si eres vulnerable y conoces tu propia debilidad, te vuelves más compasivo con los demás, con la sociedad, con tu comunidad, con el espíritu del prójimo. Sus debilidades, te dices, son mis debilidades.”
Me acuerdo de las palabras del Dalai Lama. Durante nuestra entrevista no quiso hablar de sus experiencias místicas, si bien me permitió saber, con aquel buen humor suyo, que gracias a un sueño que tuvo supo que había sido un gran maestro hindú en una vida anterior. Admitió tener “ciertos efectos derivados de mi práctica: más compasión, menos envidia, menos ira, menos apego, menos orgullo. Creo que éstos son los objetivos de mi práctica espiritual.”
Han pasado muchos años desde los grandes momentos vividos en Machu Picchu, y desde entonces he tenido otras visiones y experiencias, otros raptos y conocimientos, otras iluminaciones e introspecciones. No me parecieron importantes, sino que me envían como pequeños besos, como recordatorios de un medio espiritual, de esos ángeles, de esas Presencias que trabajan para nosotros, que caminan a nuestro lado. Presten atención, porque es un viaje fabuloso. Por supuesto que los éxtasis no duran. Siempre vuelves a lo de antes, y entonces recoges tu talego y sigues con lo que estuvieras haciendo, caminando tranquilamente, un día tras otro. Excepto que ya nada parece lo mismo. Porque te has dado cuenta de que a Dios se lo encuentra en la cotidianidad de la vida, en los detalles, en los problemas con los críos, en la irritación con tu marido o tu esposa, y en la ansiedad que te produce tu jefe en el trabajo. Ves que la vida es una fiesta, todo está ahí, delante de nosotros para que lo gocemos.
Hoy miro hacia atrás con un desapego aturdido, la salvaje carrera en montaña rusa, de estos ocho o diez años, pues ya he dado la vuelta completa y creo que no necesito esperar a ver a Dios. Él está mirándome a la cara. “Si fuera una serpiente”, acostumbraba a decir mi madre “ya te habría mordido”. Miro hacia todas partes, pero en la dirección correcta. El rostro de Dios. Se encuentra en el calor de un día de verano; brilla en los radiantes aro iris que se entretejen en las heladas ramas de los árboles invernales; en la lluvia; en el cielo; en un montón de basura lleno de bacterias; en el zumbido de las ruedas sobre el asfalto de la carretera; en nuestros esfuerzos bienintencionados –a veces, fallidos-, para ir de uno a otro, o para conseguir esa baliza flotante, cuando nos estamos yendo mar adentro.
O quizá no exista un Dios creador externo. El entorno sagrado nos rodea en este mundo físico, pero empieza en el interior. “Cuando un hombre se aleja de sí mismo para encontrar a Dios”, escribió el maestro Eckhart en uno de sus sermones, “se equivoca. No encuentro a Dios fuera de mí, ni lo concibo al margen de mí sino en mí mismo. El hombre no debiera preocuparse por ningún por qué, ni por Dios ni por su gloria, ni por nada que esté fuera de él, sino solamente por cuanto se encuentra en su propio ser, en su propia vida”.
¿No era esto lo que Dante describía cuando pidió ver a Dios y se encontró con su propia imagen? O la hermana Katrie, exclamando en aquel inconexo lenguaje tan poco cristiano; o en el éxtasis del sufí: “¿Yo soy Dios?” ¡Cuántos milagros se producen en este frágil mundo de pérdidas, de sufrimientos y de gozos! El milagro de un tulipán. El milagro del agua. El milagro de un abejorro que puede volar, a pesar de todas las leyes de la aerodinámica.
A veces paso por períodos de secano, cuando no siento ninguna unión con mi Amado. No puedo meditar. Entonces pongo mis pies metafóricos en un terreno que nada tiene que ver con lo espiritual. Hablo airadamente conmigo misma y con Dios. A veces corro y me escondo, molesta con mi viaje espiritual, y todo se vuelve polvo seco. Estos períodos pueden durar horas e incluso días. En tales momentos me es prácticamente imposible recordar la introspección mística, y en su lugar me siento irritada; y entonces me doy cuenta de que hay una quietud espiritual que siempre cubre mi enojo, mi necesidad y mi fragilidad.
Cada vez que me siento desanimada, cada vez que mi mente dubitativa interviene para formalizar juicios, se produce un pequeño milagro, y una vez más me siento bañada por la risa de las esferas. No hace mucho tiempo me encontré en el mostrador de un supermercado un pequeño folleto sobre la oración que me llamó la atención. “Oh, qué bien, me dije, necesito aprender a rezar”. Lo abrí al azar y encontré que me citaban a mí. ¿Qué otra cosa pude hacer sino echarme a reír? Y comprar el folletito, por supuesto.
Tanto Santa Catalina de Siena como Julián de Norwich descubrieron que debíamos reírnos del diablo cuando aparece, puesto que las dudas y los demonios no pueden soportar la confianza alegre. Algunas veces siento caminar a mi lado un Compañero, y tengo la impresión de que si me vuelvo lo suficientemente rápido, lo descubriré por el rabillo del ojo, con todos sus radiantes colores. Pero cuando me vuelvo… también él se está riendo detrás de mí, en el juego de la gallina ciega. Es como lo que dice T. S. Elliot en The Waste Land:
¿Quién es el tercero que camina siempre a tu lado?
Cuando cuento, sólo estamos tú y yo.
Pero cuando miro hacia adelante, en el camino blanco
Siempre hay otro que camina a tu lado
Envuelto en brillante manto castaño, encapuchado.
No sé si es hombre o mujer.
Pero ¿quién es ese que está al otro lado de ti?
Por tanto, ¿qué sabemos a medida que nos acercamos al final de este texto? Menos, quizá, de lo que sabíamos cuando empezamos, puesto que todos los caminos parecen llevar a Dios. Sabemos que hay un viaje para descubrir quiénes somos. Empieza en la desesperación. Nos lleva hasta alturas inimaginables. Concluye el rapto, y lentamente, como un globo que se desinfla, nos encontramos abajo. Ahora se inicia un período largo y duro. Este es el tiempo en el que necesitamos un maestro, alguien que nos haya precedido y cuya ayuda es mutuamente necesaria en toda tradición mística. Puede llevar años el integrar lo que hemos visto. Después, sólo nos queda caminar durante el resto de nuestros días. Quizá no volvamos a ver más ángeles, ni a vivir éxtasis místicos. Santa Teresa de Ávila no tuvo visiones durante los últimos veinte años de su vida. Así son las cosas. El Tao Te King describe el camino correcto que se ha de vivir. Acostumbro leerlo una y otra vez, maravillándome. Pero lo que se describe es hesychia, la serena y tranquila quietud de un lago en cuya superficie se refleja el sol:
Ríndete y sobreponte
Doblarse y enderezarse
Vaciarse y llenarse. (…)
Por eso los hombres sabios abrazan al uno
Y constituyen un ejemplo para todos.
Sin exhibirse,
Brillan.
Sin justificarse,
Se les honra.
Sin jactarse,
Reciben el reconocimiento.
Sin alardear,
No vacilan. (…)
Por eso los ancianos dicen:
“Ríndete y sobreponte”. (…)
Sé realmente completo,
Y todas las cosas vendrán a ti.
Mi maestro me puso en cierta ocasión la metáfora de que la búsqueda de Dios era como una gran rueda, cuyos radios convergen en el centro. Cada radio es una distinta religión, que nos une a Dios. Pero hemos de escoger sólo una senda; porque si perdemos el tiempo recorriendo un poco de cada radio, moriremos antes de que hayamos podido alcanzar el centro de la rueda.
Podemos escoger la vía de la acción y del servicio, o la de retirarse en meditación, o mi vía, la bhakti o devocional, la del amor y de la constante gratitud; Dios nos llega uno a uno, y corazón a corazón. Después, tras los éxtasis dramáticos, se insinúan otros de sabiduría más suave; vivir como si cada instante constituyese un gran privilegio. ¡Despertar!
Una vez, hace mucho tiempo, soñé que me moría. Normalmente soñamos que estamos a punto de morir; caemos desde un precipicio, y nos despertamos antes de llegar al suelo. En este caso yo estaba completamente muerta. Era una chispa de luz, un átomo, un fuego fatuo, algo más frágil que el humo, y aunque podía ver a todos los que me rodeaban, mis familiares no me podían ver ni oír. Vi a mi hija mayor, Sarah, de ocho o diez años por entonces. Estaba sentada en una bañera con mi madre, que en aquel tiempo todavía estaba viva; y yo podía ver la hermosa y clara piel desnuda de Sarah y, en contraste, el cuerpo de su hermosa abuela, marcado por las múltiples huellas, por cada una de aquellas heridas que significaban un capítulo de su vida. Al verlas juntas a las dos, me sentí feliz. Comprendí que mi madre cuidaría de ella. Entonces me acerqué a la mejilla de Molly, mi hija más joven:
- Deberías entrar tú también en la bañera, Molly- le susurré; yo, que no era más que un remolino de átomos, algo invisible.
- ¡No! –Pataleó. Me reí. Era muy propio de ella contestar de aquella manera. Después la engatusé para que se protegiera con la seguridad de la bañera; amaba a mis hijas más allá de toda comprensión.
La escena cambió. Estaba sentada en un verde banco del parque. Había árboles altos de forma cónica y muchas estatuas extrañas (solamente al despertar me di cuenta de que se trataba de un cementerio). Mi marido estaba sentado a mi lado en el banco, y aunque yo no tenía forma, podía sentir el peso de su brazo sobre mi hombro. Yo tenía mucha prisa. Tenía que marcharme.
Me desperté; la almohada estaba húmeda de lágrimas. Corrí escaleras abajo para abrazar a mi marido y a mis hijas pues, como espíritu, no había tenido brazos con que poder abrazar a mis niñas, ni lengua con la cual saborear la buena comida, ni ojos con que poder asimilar la belleza de este mundo. ¡No había tenido cuerpo físico! Durante toda la semana estuve dando vueltas y tocando todas las cosas, la gente, los electrodomésticos, la vajilla, las telas, los árboles, las piedras, el agua, la hierba, todos los elementos de este bello milagro que es la Tierra.
Un psicólogo hubiera dicho que el sueño tenía que ver con la cercana muerte de mi matrimonio, pero el sueño se produjo años antes del decisivo viaje a Perú. Aún más, al despertarme comprendí el mensaje: ¡Qué privilegio es ser humano! Rilke lo sabía:
¿Qué harás, oh Dios, cuando yo muera?
Soy tu recipiente (¿y cuando me rompa?)
Soy tu bebida (¿y cuando me vierta?)
Soy tu ropaje, soy tu oficio.
Pierdes tu significado, si me pierdes.
Sin mí quedarás sin albergue,
Y no te podrán dar una cálida y dulce bienvenida (…)
¿Qué harás entonces, oh Dios? Tengo miedo.
Conozco personas que no desean volver a hacer daño nunca más y buscan la iluminación para conseguirlo. Pero la luz conlleva la sombra; y de la misma manera que no puede haber sombra sin luz, tampoco puede existir amor sin su hermana, la desdicha. Creo que los ángeles envidian nuestros brazos, nuestros labios, el contacto de la piel, nuestra esencia física, los placeres y dolores con los cuales Dios se manifiesta a sí mismo en nosotros.
Ustedes dirán que soy una romántica y que la vida no es así, sino más bien un pozo de soledad vacía, de violencia y de daño demoníaco. No lo sé. En realidad yo también me siento sometida a emociones oscuras. Pero entonces elevo un poco la cabeza, trato de aflojar mi cadena, como un perro de Dios, recordando que he visto en algunas ocasiones brillar esta Tierra, con su gente circundada de un halo, brillando con luz interior. Pero, ¿qué se yo? Menos que el espacio existente entre las letras de esta página.
Lo que sé no puede ser dicho, y sin embargo llega a la misma rueda del espacio. Es mejor descansar. Es mejor prestar atención al silencio del corazón vibrante.
Sophy Burnham
Ref.: “El Viaje Hacia el Éxtasis”, Ed. Edaf.

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